LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE, de Edgar Allan Poe (Adaptación)

Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente o, mejor dicho, ilustre familia; pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Quedó, sin embargo, en posesión de un pequeño resto de su patrimonio y, con la renta que éste le producía, encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros y en París éstos son fáciles de adquirir.

Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo notable volumen. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la ciudad.

Un día en que hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux, llamaron nuestra atención los siguientes titulares:

«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES

Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos esfuerzos para poder penetrar en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero, en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro. Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de metal d'Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama. Se hallaba abierto y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.

No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas excoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.

Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones sin que se lograra ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora con el cuello cortado de tal modo que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.

Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar este horrible misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

«LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE

Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible suceso, pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:

Pauline Dubourg, lavandera, declara conocer desde hace tres años a las víctimas y haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte de la casa.

Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente, el piso había sido ocupado por un joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy retirada y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija, una o dos veces a un recadero y ocho o diez a un médico.

En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.

Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla porque era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas era profunda y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras y le pareció francés el que las había pronunciado; pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras "sacré" y "diable". La voz aguda pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decía, pero supone que hablaba español. El testigo habló del estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.

Henri Duval, vecino y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró en primer lugar en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Éste opina que la voz aguda era la de un italiano y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo distinguir las palabras; pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.

Odenheimer, restaurador. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al mismo tiempo. La voz era áspera; en verdad no puede asegurarse que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias veces: "Sacré", "diable" y una sola "Mon Dieu".

Jules Mignaud, banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la rue Deloraie. Es el mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.

Adolphe Le Bon, dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L'Espanaye. Ésta cogió uno de los saquitos y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.

William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero no puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Mon Dieu". Por un momento se produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.

Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba cerrada por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran deshollinadores por las chimeneas.

La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas. En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón que parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los testigos difieren bastante: unos hablan de tres minutos y otros amplían este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.

Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera, porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.

Alberto Montan, confitero, declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces aludidas. La grave era de un francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si este individuo reconviniera al otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz podía ser la de un ruso. Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún ruso.

Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.

Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente descolorido y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera o una gran barra de hierro, o una herramienta ancha, pesada y roma, podrían haber producido resultados semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado aquellos golpes con ninguna clase de arma. Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.

Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.

No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París, eso en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de pistas, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza.»

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier Saint-Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora, anunciaba la noticia de que un tal Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.

Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su conducta porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.

Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el asesino.

—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos, pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo. Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formarnos de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada— y, por otra parte, Le Bon me prestó un servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será difícil conseguir el permiso necesario.

Nos fue concedida la autorización y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint-Roch. Cuando llegamos a ella eran ya las últimas horas de la tarde porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal y en uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la garita de portero. Antes de entrar, nos dirigimos calle arriba y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad. Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta y, después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones y bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes y la investigación nos ocupó hasta el anochecer. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.

Hasta el día siguiente a mediodía rehusó toda conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo particular en el lugar del hecho. En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.

—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.

—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver. La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, ... Todas estas consideraciones, con las ya descritas, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente, la sencillez con que yo he de llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su aparente falta de solución sgún el criterio de la Policía.

Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.

—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí, en esta habitación, y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas y los dos sabemos cómo usarlas cuando las circunstancias lo requieren.

Sin saber lo que hacía ni lo que oía, tomé las pistolas mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz, no muy alta, tenía esa entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.

—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas y las voces de éstas son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no lo que se ha declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?

Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda o áspera, como uno de ellos la había calificado.

—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no obstante, había algo que observar. Como ha notado usted los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda su particularidad reside en que cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla, cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Todos están seguros de que no es la de un compatriota y cada uno la compara, no con la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene que era la de un francés, pero sabemos que, al «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés que la voz era la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está seguro» de que era la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero y está seguro de que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma está, como el español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que cinco ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no puedan reconocer en ella nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos: uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo mencionara como inteligibles.» Mentalmente, trasladémonos a aquella habitación. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo? Examinemos, uno por uno, los posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye o, cuando menos, en la contigua cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Las chimeneas, aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no pueden, en toda su longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida cualquiera de estos medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y habiendo llegado, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos rechazarla teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son. En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con una barrena y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no se había efectuado la salida y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas. Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que los asesinos sólo habían podido escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las encontró, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la Policía. Si las ventanas estaban cerradas y aseguradas era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida y, con cierta dificultad, extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente, un resorte escondido. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana. Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión estaba clarísima y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho y, por encima de su cabecera, examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, descubrí y apreté el resorte que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grosor que el otro y, aparentemente, estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza. «Debe de haber algún defecto en este clavo», me dije. Lo toqué y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el orificio. La rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes y, al parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo entero. Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte y la sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación. El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera llegar hasta la ventana y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular: tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto en que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio, más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía examinara, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ventanas en el sentido de su anchura, no se dieron cuenta de su dimensión en este sentido. En realidad, una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, casi llegaría hasta la cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda de la cadena. Con el postigo abierto, un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejado un sólido asidero, para luego, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase... Suponiendo, desde luego, que la ventana se hallara abierta. Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución. Es mi propósito inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera) y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.

A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin entender todavía, lo mismo que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.

—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda fueron saqueados, aunque quedaron en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo económico, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere al dinero entregado a la puerta de la casa. Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, teniendo en cuenta que los esfuerzos unidos de varios hombres apenas si lograron sacarlo de ella. Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido arrancados de cuajo. ¿Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez? Usted habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido estar abiertas. Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo y una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?

Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.

—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado de algún manicomio vecino.

—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera y su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado este pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?

—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello tan raro! No es un cabello humano...

—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas magulladuras y profundos rasguños en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, evidentemente producidos por la impresión de unos dedos y uñas. Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Trate usted ahora de colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.

Lo intenté en vano.

—Es posible —continuó— que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.

Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.

—Ésta —dije— no es la huella de una mano humana.

—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.

Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.

—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible y, en realidad, más que posible, probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Pudo habérsele escapado el orangután y pudo haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de nuevo. Probablemente, todavía ande suelto el animal. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.

Me entregó el periódico, y leí:

CAPTURA

En el Bois de Boulogne se ha encontrado, a primeras horas de la mañana del día..., un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario (se sabe que es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar al animal, previa identificación, pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número... de la rue... faubourg Saint-Germain... tercero.

—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío maltés?

—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas colas a que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután. Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor indicio. En el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»

En este instante oímos pasos en la escalera.

—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas ni las enseñe hasta que yo le haga una señal.

Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera. Un momento, sin embargo, pareció vacilar. Le oímos descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ya no retrocedió por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

—Adelante—dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.

Entró un hombre. Sin duda era un marinero Era un hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en más de su mitad por las patillas y el mostacho. Cargaba con un grueso garrote de roble y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes».

—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un hermoso animal y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad cree usted que tiene?

El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:

—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.

—Sin duda alguna, señor.

—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.

—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea razonable.

—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.

Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego, sacó la pistola y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa. La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra. Le compadecí de todo corazón.

—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de caballero que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted perfectamente que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información, medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada hay que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.

Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo; pero toda su arrogancia había desaparecido.

—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera. Sin embargo, soy inocente y le hablaré con franqueza.

En resumen, fue esto lo que nos contó:

Había hecho recientemente un viaje a Borneo. Él formaba parte de un grupo que desembarcó en la isla y pasó al interior para una excursión de placer. Entre él y un compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió y el animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó cuidadosamente con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo del buque. Su proyecto era venderlo. Una noche, o, mejor dicho, una madrugada, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto contiguo donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un espejo con una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un látigo y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle. El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en completa tranquilidad porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo que estaba abierto de par en par hasta la pared y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Toda esta gimnasia apenas duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto. El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al animal que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido a no ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa y esta última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos; pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento. Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que en aquel instante tenía sueltos por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo casi le separó la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.

Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella horrible carnicería, abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.

Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardin des Plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte de Dupin en el despacho del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la falta de corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.

—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle vencido en su propio terreno. No obstante, no haber acertado la solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad; sin embargo su ciencia carece de base. A pesar de todo, es una buena persona. Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de negar lo que es y de explicar lo que no es.