En 1854, el Presidente de los Estados Unidos de América, Franklin Pierce, hizo una oferta por una gran extensión de tierras en el noreste de los Estados Unidos, en la que vivían los indios Swamish, ofreciendo en contrapartida crear de una reserva para el pueblo indígena. Al parecer, la respuesta del Jefe indio Seattle (Si'ahl), considerado un gran orador, fue un discurso cuyo contenido anotó el médico, poeta y legislador Henry A. Smith. En 1970, el joven profesor de cine de la Universidad de Texas en Austin, Ted Perry, asistió a la primera celebración del "Día de la tierra" en el campus. El académico clásico William Arrowsmith leyó ante el público una versión del discurso escrito por Smith adaptado al estilo combativo y las preocupaciones ecologistas de la década de los 60. Poco después, Ted Perry, le pidió permiso a Arrowsmith para usar su escrito como base del guión de la película ecologista Home (Hogar) y procedió a escribir lo que hoy conocemos como "La carta del jefe Seattle".

Webgrafía:
http://www.naturalezamedioambiental.es/everest/11/03/2012/la-supuesta-famosa-carta-del-jefe-seattle-de-la-tribu-swamish-al-presidente-franklin-pierce/
http://charlatanes.blogspot.com.es/2010/02/el-cuento-de-la-carta-del-jefe-seattle.html

CARTA DEL JEFE INDIO SEATTLE

El Gran Jefe de Washington envía palabra de que desea comprar nuestras tierras. También nos manda el Gran Jefe palabras de amistad, buenos deseos. Es muy amable de su parte: sabemos que él no necesita de nuestra amistad. Nosotros hemos tomado en consideración su oferta, porque sabemos que, de no hacerlo así, el hombre blanco puede venir con sus armas de fuego a quitarnos nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington puede contar con nosotros con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos pueden contar con el regreso de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas: no se pueden detener.

Mas… ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo, ni aun el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas… ¿Cómo podréis comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada brillante aguja de pino, cada ribera arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada altozano y hasta el zumbido de cada insecto son sagrados para la memoria y el pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo la memoria de los pieles rojas. Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden su camino hacia las estrellas; por el contrario, nuestros muertos jamás podrán olvidar esta bondadosa tierra pues es la madre de todos los pieles rojas: somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila: he aquí a nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los prados húmedos de rocío, el calor del cuerpo del caballo y el del hombre, todos somos una misma familia.

Cuando el Gran Jefe de Washington nos envía mensaje de que desea comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar donde podamos vivir apaciblemente. Dice también que él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Pero, aunque consideramos su oferta, ello no nos resulta fácil porque esta tierra es sagrada para nosotros. El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es sólo agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos las tierras, debéis recordar que son sagradas y enseñar también a vuestros hijos que cada reflejo en las aguas del lago evoca los sucesos y memorias de la vida de nuestras gentes. Porque el murmullo del agua son las palabras de mi padre y de mi madre. Porque los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, porque llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos las tierras, debéis recordar, y enseñarles a vuestos hijos, que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos y que por eso deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras razones. Un pedazo de nuestra tierra es lo mismo para él que el siguiente, ya que es un extraño que viene de la noche y nos la arrebata dondequiera que la necesite. La tierra no es su hermana sino su enemiga y cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino dejando atrás la sepultura de sus padres sin importarle. Secuestra la tierra a sus propios hijos, le tienen sin cuidado la sepultura de sus padres y el lugar al que pertenecen sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano el cielo, como objetos que se compran y venden igual que ovejas o cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.

No sé, pero nuestra forma de ser es diferente a la vuestra. La sola vista de vuestras ciudades llena de tristeza los ojos del piel roja. Tal vez sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada... No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay un sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o los zumbidos de los insectos. Quizá esto se deba a que soy un salvaje y no comprendo nada... Pero, después de todo, ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el solitario lamento del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al filo de un estanque? Será que soy un piel roja y nada entiendo...

Los indios preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, lo mismo que el aroma del aire purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja ya que todos los seres comparten un mismo aliento: la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira. Lo mismo que un moribundo que lleve muchos días agonizante, es insensible a las sensaciones del olfato. Por eso, si os vendemos nuestras tierras, debéis recordar que el aire es un bien inestimable, que comparte su espíritu con la vida que sustenta. El viento que dio a nuestros antepasados su primer soplo de vida, también recibirá nuestros últimos suspiros. Si os vendemos nuestras tierras, debéis conservarlas como algo sagrado, como un lugar donde incluso el hombre blanco pueda saborear el aire perfumado por las flores de la pradera.

Otra condición deberá aceptar el hombre blanco si decidimos venderles nuestras tierras: deberá tratar a los animales como sus hermanos. Yo, que soy un salvaje, no entiendo otra conducta. He visto miles de bisontes pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje, por eso no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el bisonte, al que nosotros sólo matamos para sobrevivir. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si los animales desaparecieran, el hombre también se extinguiría a consecuencia de su gran soledad de espíritu. Porque todo va enlazado: lo que sea de los animales, será del hombre.

Debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros antepasados. Inculcadles que la tierra ha sido regada con la sangre de sus semejantes para que aprendan respetarla. Enseñad a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñados a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que ocurra a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen a la tierra, se escupen a sí mismos. Una cosa sabemos: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. El hombre no tejió la trama de la vida, él es sólo una hebra. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo.

Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y conversa con él, de amigo a amigo, queda exento del destino de todos. Tal vez seamos hermanos, a pesar de todo. Nosotros sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ahora pensáis que lo poseéis, igual que deseáis poseer nuestra tierra; pero esto es imposible. Él es el Dios de los hombres y su compasión debe ser compartida por igual entre el hombre blanco y el piel roja. La tierra es preciosa para Él y si se la daña se desprecia al Creador. A los hombres blancos les puede pasar también lo que a nuestras tribus. Continuad contaminando vuestra cama y os ahogaréis una noche en vuetro propio desierto. Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros.

Cuando los bisontes sean exterminados, los caballos salvajes domesticados, cuando los rincones secretos de los bosques exhalen olor a hombre y cuando la vista hacia las verdes colinas esté vetada por un enjambre de alambres parlantes... ¿Dónde estará el bosque? Habrá desaparecido. ¿Dónde estará el águila? Se habrá ido. Terminará la vida y empezará la supervivencia...

Nosotros podríamos comprender si supiéramos lo que el blanco anhela: ¿qué espera contar a sus hijos en las largas noches de invierno?, ¿qué visiones arden en sus pensamientos?, ¿qué desean para el mañana?... Mas nosotros somos salvajes. Los sueños del hombre blanco nos están vedados y por eso debemos seguir nuestro propio camino. Si llegamos a un acuerdo será para asegurar la conservación de la tierra, como nos habéis prometido. Cuando el piel roja se desvanezca y su memoria sea solamente la sombra de una nube que atraviesa las praderas, estas riberas y prados estarán impregnadas del espíritu de mis gentes, de su amor a la tierra, lo mismo que el recién nacido ama los latidos del corazón materno. Si os vendemos estas tierras, amadlas como nosotros las hemos amado. Velad por ellas de igual manera que nosotros las hemos velado. Mantened la tierra como está, en toda su pureza, con toda vuestra fuerza y con todo vuestro corazón. Preservadla para vuestros hijos y amadla de la misma manera que Dios nos ama a todos nosotros...


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