EL PRINCIPITO


XIII

El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan abstraído que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del Principito.

- ¡Buenos días! -le dijo este- Su cigarro se ha apagado.

- Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf! Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.

- ¿Quinientos millones de qué?

- ¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...

- ¿Quinientos millones de qué? -Volvió a preguntar el Principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado.

El hombre de negocios levantó la cabeza:

- Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la tercera vez es esta! Decía, pues, quinientos un millones...

- ¿Millones de qué?

El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejara en paz.

- Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.

- ¿Moscas?

- ¡No, cositas que brillan!

- ¿Abejas?

- No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo de desvariar!

- ¡Ah! ¿Estrellas?

- Eso es. Estrellas.

- ¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?

- Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto.

- ¿Y qué haces con esas estrellas?

- ¿Que qué hago con ellas?

- Sí

- Nada. Las poseo.

- ¿Que las estrellas son tuyas?

- Sí.

- Yo he visto un rey que...

- Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.

- ¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?

- Me sirve para ser rico.

- ¿Y de qué te sirve ser rico?

- Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.

- ¿Y cómo es posible poseer estrellas?

- ¿De quién son las estrellas? -contestó punzante el hombre de negocios.

- No sé. . . De nadie.

- Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.

-¿Y eso basta?

-Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.

- Eso es verdad –dijo el Principito- ¿y qué haces con ellas?

- Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez. -contestó el hombre de negocios- Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!

El Principito no quedó del todo satisfecho.

- Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!

- Pero puedo meterlas en un banco.

- ¿Qué quiere decir eso?

- Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese papel.

- ¿Y eso es todo?

- ¡Es suficiente!

"Es divertido", pensó el Principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".

El Principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.

- Yo -dijo aún- tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas...

El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta. El Principito abandonó aquel planeta.

"Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez durante el viaje.


COMENTARIO DEL CAPÍTULO

El creador de El Principito (1943) fue el escritor y aviador francés Antoine Saint-Exupéry. Nació en una familia noble de Lyon, el 29 de junio de 1900, y, tras estudiar en la Universidad de Friburgo, decidió ser aviador, profesión que lo llevó a la muerte. El 31 de julio de 1944, mientras realizaba un vuelo de reconocimiento por el sur de Francia, estando al servicio de las Fuerzas Aéreas Francesas, sufrió un accidente en el que desapareció junto con su avión.

El Principito, el relato más famoso del autor, consta de 27 capítulos. En él, Saint-Exúpery plantea el conflicto existente entre la mente infantil y la de la edad adulta. A través de los encuentros que un muchachito extraterrestre tiene con diversas "personas mayores" en su viaje por distintos planetas, incluida la Tierra, el escritor hace hincapié en la importancia de conservar la mirada limpia, curiosa y libre de prejuicios de la niñez. En la obra se cuestionan las costumbres, normas y ambiciones de nuestra sociedad, con su limitada visión del mundo, su organización absurda, su ambición y su egoísmo.

El texto que vamos a comentar corresponde al capítulo XIII. En él, el lector es testigo del encuentro del Principito con un ocupadísimo hombre de negocios. La tipología textual predominante es el diálogo, a través del cual descubrimos la formas de pensar, completamente enfrentadas, de ambos personajes.

El tema del capítulo es la absurda ambición del ser humano, encarnada en este hombre gordo y antipático que pasa su vida contando y acumulando estrellas, convencido de la utilidad y seriedad de su labor.

La estructura interna consta de una brevísima introducción, en la que el narrador nos informa de la llegada del niño al cuarto planeta. En él, encuentra al hombre de negocios, tan abstraído en sus cuentas que ni siquiera se digna a mirarle. El nudo corresponde al diálogo entre ambos, en el que los personajes intercambian sus puntos de vista. En el desenlace, el Principito se marcha del planeta, confundido ante el absurdo comportamiento de su interlocutor.

Desde el primer momento, nos encontramos con un Principito curioso, que pregunta ("nunca había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado"), ansioso por saber, como es característico en los niños, y un hombre maduro, enfurruñado, que responde a regañadientes a las "impertinentes" interrogaciones del muchacho. La conversación representa una pérdida de tiempo para el hombre de negocios, símbolo del mundo de los adultos, convencido de que la charla con el chiquillo no puede resultarle de ningún provecho. A medida que avanza el diálogo advertimos la crítica de Saint-Éxupery. El Principito desea conocer todo lo que le rodea, quiere comprender el mundo, observa al hombre de negocios y desea entender su labor y las motivaciones que le empujan a hacer su trabajo. El hombre, en cambio, no ve cuanto existe a su alrededor, ni siquiera esas estrellas (de las que apenas recuerda el nombre) que le importan únicamente en la medida en que cree que son algo que puede poseer. Es insensible a la belleza de los astros (recordemos que llama holgazanes a los que los observan por puro placer y dice de ellos que "desvarían"), a la curiosidad del Principito, al abejorro que interrumpe su solitario e "importante" trabajo... Poco a poco, nos damos cuenta de la incredulidad y la decepción del Principito que no comprende de qué sirve ser rico. Al niño, la idea de poseer las estrellas y dedicar la vida entera a estar sentado ante un escritorio con el único objetivo de acumularlas, le parece absurda. También se muestra divertido ante esta labor, de cuya seriedad está convencido el hombre, pues a él le parece cualquier cosa menos seria. A esa frenética e inútil acumulación de estrellas, el Principito opone la labor que él hace en su planeta cuidando de su rosa y deshollinando los volcanes. Para él, lo útil y sensato es preocuparse por otros seres y mejorar el mundo en el que habita. De ahí que el muchacho termine marchándose, dejando atrás al hombre con sus interminables cuentas y su limitada percepción del universo.

El narrador del texto está en tercera persona. Se trata de uno de los personajes del relato, un aviador que conoció al Principito al inicio de la novela. Este reconstruye la historia del protagonista a partir de las experiencias que compartieron los dos y de lo que el niño le relató acerca de su viaje. En este capítulo, el narrador se limita a intervenir puntualmente en el relato dejando que sean los personajes los que se dan a conocer a través de su conversación.

Los personajes son planos. El Principito simboliza la curiosidad, el deseo de aprender, la visión infantil del universo que no ha sido aún contaminada por las convenciones sociales, las costumbres y la moral heredadas de los mayores. El hombre de negocios, símbolo del mundo adulto, es incapaz de preocuparse por nadie, de observar el entorno y de aprender de los seres que le rodean; representa la ambición, el egoísmo y la falta de escrúpulos de aquellos que se creen con derecho de poseer cuanto abarca su mirada y que solo dan valor a las cosas que se pueden comprar o vender.

En cuanto al tiempo histórico del relato, la escena se situaría en la época del autor, pues son las costumbres y la mentalidad de la sociedad en la que él vivía las que cuestiona y critica. El tiempo interno corresponde a lo que dura la breve conversación de los dos personajes: unos minutos que le bastan al Principito para darse cuenta de la pérdida de tiempo que supondría permanecer junto al hombre de negocios, ya que no tiene nada que enseñarle. El espacio es ficticio, un pequeño planeta inventado, como lo es el planeta del Principito. Se trata de un lugar simbólico: todos los planetas que visita el niño representan el mundo limitado de los personajes que habitan en ellos, ignorantes de que ese mundo (que consideran el único posible) pertenece a un universo infinito. El Principito desea explorar ese universo, pero los personajes con los que se va topando (lastrados por la falta de curiosidad, la desidia o la cobardía) son incapaces de abandonar la seguridad de sus planetas (símbolos, también, de su pobreza de espíritu).

El lenguaje del texto es sencillo, directo, como corresponde al que se utiliza en una conversación. Nos encontramos ante un diálogo ágil, cargado de preguntas, frases inacabadas, elipsis y repeticiones que dan naturalidad al coloquio entre los dos personajes.

En definitiva, en el capítulo se nos presentan dos personajes antagónicos, símbolos de la infancia y de la edad adulta, a través de cuya conversación el autor hace una dura crítica a la forma de vida de una sociedad en la que la mayor parte de seres humanos, esclavos de su trabajo y de los prejuicios, son incapaces de disfrutar de la vida, abrirse a lo desconocido y cuestionarse cuanto les han enseñado. Frente a este triste conformismo que lleva tan solo al aislamiento y al egoísmo, Sain-Exupéry reivindica la niñez como símbolo de la libertad, la sensibilidad, el anhelo de conocimiento y la capacidad de cuestionar el mundo que nos rodea.