EL CÍRCULO DEL NOVENTA Y NUEVE

                                                                                                                                 Jorge Bucay


Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente que, como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas iba a despertar al monarca y le  servía el desayuno en la cama tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. Un día, el rey lo mandó llamar.

- Criado -le dijo- ¿Cuál es tu secreto?

- ¿Qué secreto, Majestad?

- ¿Cuál es el secreto de tu alegría?

- No hay ningún secreto, Alteza.

- No me mientas, criado. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.

- No os miento, Alteza, no guardo ningún secreto.

- ¿Por qué estás siempre alegre y feliz?¿Por qué?

- Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo a mi mujer y a mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados, y, además, su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas con las que podemos darnos algunos caprichos… ¿Cómo no ser feliz?

- Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar. -dijo el rey- Nadie puede ser feliz por las razones que has dado, nadie.

- Pero, Majestad, os aseguro que no hay secreto. Nada me gustaría más que complaceros, pero no hay nada que yo esté ocultando...

- ¡Vete! ¡Vete antes de que llame al verdugo!- exclamó el monarca irritado.

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación.

El rey estaba como loco. No conseguía explicarse cómo el criado era feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.

- ¿Por qué él es feliz?

- Ah, Majestad, lo que sucede es que está fuera del círculo.

- ¿Fuera del círculo?

- Así es.

- ¿Y eso es lo que lo hace feliz?

- No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

- A ver si lo entiendo… Estar en el círculo te hace infeliz.

- Así es.

- Y él no está.

- Así es.

- ¿Y cómo salió?

- ¡Nunca entró!

- ¿Qué círculo es ese?

- El círculo del noventa y nueve.

- Verdaderamente, no entiendo nada.

- Solo podríais entenderlo si os lo mostrara con hechos.

- ¿Cómo?

- Haciendo entrar a vuestro criado en el círculo.

- Eso, obliguémoslo a entrar.

- No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.

- Entonces, habrá que engañarlo.

- No hará falta Su Majestad. Si le damos la oportunidad, entrará por su propio pie.

- ¿Pero no se dará cuenta de que eso representará su infelicidad?

- Sí, se dará cuenta.

- Entonces, no entrará.

- No lo podrá evitar.

- ¿Dices que se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo; pero que, de todos modos, entrará en él y no podrá salir?

- Tal cual, Majestad. ¿Estáis dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?

- Sí. -afirmó el rey, impaciente.

- Bien. Esta noche os pasaré a buscar. Debéis tener preparada una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro; ni una más, ni una menos. ¡Noventa y nueve!

- ¿Qué más? ¿Llevo a los guardias por si acaso?

- Traiga solo la bolsa de cuero, Majestad. Hasta la noche.

- Hasta la noche.

Y así fue. Por la noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del criado. Allí esperaron el alba. Cuando, dentro de la casa, se encendió la primera vela, el sabio cogió la bolsa y le ató un papel que decía:


ESTE TESORO ES TUYO.
ES EL PREMIO
POR SER UN BUEN HOMBRE.
DISFRÚTALO Y NO CUENTES
A NADIE
CÓMO LO ENCONTRASTE.


Luego, colgó la bolsa en la puerta de la casa del sirviente, llamó con los nudillos y volvió a esconderse. Cuando el hombre salió, el sabio y el monarca espiaban lo que sucedía desde detrás de unas matas. El criado vio la bolsa, leyó el papel, la agitó y, al escuchar el sonido metálico, se estremeció, apretó la bolsa contra su pecho, miró desconfiadamente hacia todos lados y entró en su casa. Desde fuera, oyeron cómo atrancaba la puerta y se arrimaron a la ventana para ver la escena. El hombre había tirado todo lo que había sobre la mesa dejando solo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en ella. Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de esas monedas, tenía ahora una montaña de ellas para él solo. El pobre hombre las tocaba y amontonaba, las acariciaba y las hacía brillar a la luz de la vela, las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas...

Y así, como si estuviera jugando, empezó a hacer pilas de diez monedas: una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis... Y, mientras, sumaba: diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta... Hasta que formó la última pila: ¡nueve monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el suelo y finalmente la bolsa. Escamado, puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.

- No puede ser -pensó.
- ¡Me han robado!- gritó- ¡Me han robado! ¡Malditos!

Una vez más, buscó en la mesa, en el suelo, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, apartó los muebles... Pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve  monedas de oro. “Solo” noventa y nueve.

- Noventa y nueve monedas son mucho dinero. - pensó- Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo. Cien es un número completo; pero noventa y nueve, no.

El rey y su asesor lo observaban por la ventana. La cara del criado ya no era la misma: tenía el ceño fruncido y la cara crispada, sus ojos se habían empequeñecido y la boca mostraba un horrible rictus por el que asomaban sus dientes. El hombre guardó las monedas en la bolsa y, mirando a todos lados para comprobar que nadie lo veía, la escondió en la leñera. Luego, cogió papel y pluma, y se sentó a hacer cálculos mientras hablaba solo, en voz alta.

¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien? Estaba dispuesto a trabajar duro para conseguirla. Después, quizás no necesitara trabajar más. Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo. Según sus cálculos, si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.

- Doce años es mucho tiempo- pensó.

Quizás pudiera pedirle a su mujer que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, terminaba su tarea en palacio a las cinco de la tarde; así que podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. Hizo las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su mujer, en siete años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo!

Quizás pudiera llevar al pueblo todas las noches lo que quedaba de comida y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más dinero recibirían por la venta.

Vender… Vender… Estaba haciendo calor. ¿Para qué la ropa de invierno? ¿Para qué un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en unos cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda número cien.

El rey y el sabio, volvieron al palacio. El criado había entrado en el círculo del noventa y nueve. Durante los siguientes meses, el sirviente puso en práctica sus planes. Trabajó sin descanso día y noche, mandó a su mujer al pueblo a hacer de lavandera 12 horas diarias e, incluso, puso a sus dos hijos a trabajar en el campo. La familia apenas se veía por la noche antes de ir a dormir y al alba, a la hora del desayuno. Una mañana, el criado entró en la alcoba real abriendo con estruendo la puerta, refunfuñando y de malas pulgas.

- ¿Qué te pasa?- preguntó el rey dejando escapar una sonrisa.

- Nada. No me pasa nada. ¡Nada!

- Es curioso. No hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo- continuó aviesamente el rey.

- Hago mi trabajo, ¿no?¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?- estalló el hombre de mala manera.

No pasó mucho tiempo antes de que el rey le despidiera. No era agradable tener un criado que estaba siempre de mal humor.